martes, 4 de noviembre de 2014

La Rosa del Inca

Se cuenta que en lejanas épocas, las Akllas, vírgenes sacerdotisas de Inti, y el Dios Sol de los Incas, residían en Tiwanaku, en las proximidades del Lago Titikaka. Allí el Sol y la Luna, Inti y Killa, se encontraban una vez al año para fecundar la mieses. Allí también se realizaba la ceremonia de la salida de una Ajlla, elegida para prolongar la pureza de la raza.

Cierto día el valeroso guerrero Tupaq Qanqi, cruzó el lago y fue al Aklla Wasi, el recinto sagrado donde estaban las vírgenes y escalando las paredes de piedra, profanó el recinto, víctima de una incontrolable curiosidad. Allí sorprendido y estupefacto descubrió a la bella Ñust'a Aklla. En ese instante nació un amor mutuo a primera vista.

Pero el Inca, hijo de Inti, tenía leyes absolutas que abarcaban toda la extensión del Tawantinsuyu y no permitiría tal ofensa. Por tal valedera razón la enamorada pareja debió huir presurosamente tratando de salvar la semilla que germinaría en nueve lunas y eligieron la ruta del Qollasuyu o sea al sur del imperio.

En la ciudad de Tiwanaku no daban crédito de tamaña audacia y el Inca estaba furioso, por lo que envió grandes grupos de guerreros a buscar a los amantes para castigar tal torpeza. Sin embargo Tupaq Qanqi y Ñust'a Aklla pudieron escapar de tan feroz persecución y se instalaron en las proximidades del Salar de Pipanaco, frente a Andalgalá y Pomán, en la provincia de Catamarca. Del inmenso amor que los unía nacieron muchos hijos, que fueron, dicen, los primitivos pobladores de la región antes de la llegada de los conquistadores.

Pero el maleficio de los brujos, hechiceros y sacerdotes del Imperio hizo que la bella Ñust'a Aklla muriera tempranamente, siendo sepultada en la cima de un cerro, dejando a Tupaq Qanqi sumido en una terrible pena que no pudo soportar, falleciendo poco tiempo después.

Dicen que aún hoy, puede verse hacia el anochecer el perfil de la silueta de Tupaq Qanqi que se dibuja en el poniente, justo a la hora que Inti y Killa se encuentran sobre los cerros, infundiendo admiración y temor a quienes transitan por el lugar.

Cierto día el chasqui Andalhuala, arreando una tropilla de vicuñas, por los cerros del Oeste catamarqueño, encontró la sepultura de la infortunada Aklla y se dio con que entre las rocas con que se tapaba la tumba florecían unas piedras en pétalos de sangre, milagrosa transmutación de una sangre que, más allá de la muerte, daba inequívoco testimonio de un corazón profundamente enamorado.

El chasqui, profundamente conmovido, tomó una de las rosas y la llevó al Inca como prenda de paz. Dicen que el Inca al recibirla se turbó de emoción y se le llenaron los ojos de lágrimas, como aquellos que reciben de vuelta al hogar a los seres queridos que alguna vez partieran ingratamente y cuyo regreso hiciera olvidar todos los resentimientos y dolores del pasado.

Desde entonces trozos de la Rosa del Inca, colgaron del cuello de las princesas de Tiwanaku como símbolo de fidelidad y amor verdadero. El amor, una vez más, había vencido todos los obstáculos, todas las reglas y fue más fuerte y poderoso que cualquier ley.

Los misioneros que llegaron por esta tierra catamarqueña levantaron con el tiempo, sobre el lugar del sepulcro rústicas y pequeñas capillas de pircas, por lo que la cima de la montaña donde descansan los restos de Ñust'a Aklla, se llama Capillitas.

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