miércoles, 10 de septiembre de 2014

La doncella de la Linterna

Mucho tiempo atrás, frente al templo de Kencho-ji vivía un fabricante de linternas de papel llamado Kichibei. En cierta ocasión, el templo le encargó una gran linterna para el portal, de modo que el hombre se puso a trabajar con gran esmero para hacer un trabajo digno del destacado lugar. Y así logró un finísimo ejemplar, de una perfección poco común.

Los monjes quedaron muy contentos con la espléndida linterna, y, por fin, llegó el día de colgarla en el portal. Kichibei se quedó a solas en uno de los salones del templo, esperando junto a la linterna a que oscureciera para colgarla. Poco antes del gran momento, encendió la lámpara en su interior y le echó una última mirada, que sólo le confirmó la gran calidad de su trabajo.

Entonces aconteció algo muy extraño. Una de las doncellas celestiales, de asombrosa hermosura y delicadeza, tallada siglos atrás en el ranma *, se alzó en un grácil vuelo y pareció entrar en la linterna, ya que su figura se hizo visible a la tenue luz, a través del fino papel blanquecino.

Kichibei quedó embrujado por la aparición celestial. Transcurrió mucho rato y permanecía inmóvil junto a la linterna encendida, absolutamente ajeno a todo excepto a la embriagadora presencia.

Como se retrasaba mucho en regresar a casa, su esposa envió a uno de los aprendices para que averiguara lo que acontecía. El muchacho se asombró en extremo al encontrarlo junto a la linterna encendida, con la expresión venturosa de hallarse en algún mundo radiante.

Temeroso de que el retraso en colgar la linterna contrariase a los monjes, corrió a colocarla en el lugar debido, desde donde iluminó suavemente la vetusta estructura de madera tallada, justo en el momento que el monje superior había terminado los rezos y se dirigía a contemplar la nueva adquisición, que enseguida elogió con generosidad.

Pero Kichibei continuaba en el mismo lugar, aunque su alegría de antes había dado paso a una repentina tristeza que expresaba en patéticos suspiros. Aquella noche, el artesano cayó enfermo. Pasaron los días y no se recuperaba pese a los cuidados de su buena esposa, que acabó por llamar al médico.

Después de examinarle con sumo cuidado, el anciano doctor no pudo encontrar razón alguna para la inexplicable enfermedad y terminó por reconocer que sólo podía dejarse su vida en manos de los dioses.

Kichibei apenas comía y se debilitaba con cada día que pasaba, sin distinguir el día de la noche en una semive-la alternada con ratos de sopor y de delirio, que hizo temer lo peor a su familia.

Cierta noche, el hombre abrió los párpados pesados y, ante su enorme sorpresa, vio a la doncella celestial sentada a su cabecera.

— He venido a visitarte para recompensar el gran afecto que me has demostrado — dijo con una voz que parecía el susurro del viento y exhalaba exquisitos aromas de flores del paraíso.

Entonces le ofreció a beber una jarra de agua fresca, que se deslizó por la ardiente garganta de Kichibei con un frescor indescriptible, llenándole el corazón de una inmensa alegría que borró en un instante todo recuerdo de sinsabores y tristezas que había experimentado en su vida y le dejó el alma tan pura como un manantial en las montañas.

Con lágrimas de felicidad, tomó con fuerza una mano de la doncella entre las suyas y se aferró a la manga de su kimono cuando quiso partir, rogándole que no lo dejara. Pero las ricas sedas se esfumaron entre sus dedos como un rastro de humo.

Al día siguiente amaneció completamente curado. Por supuesto, toda su familia se regocijó en extremo y se apresuró hacia el templo para dar gracias, convencida de que sus plegarias habían sido escuchadas por el jizo milagroso de Kencho-ji.

Cuando esa misma noche Kichibei fue al templo para contemplar de nuevo el espíritu celeste tallado en el ranma, no dio crédito a sus ojos: su peinado de doncella se había transformado en el de una mujer adulta.

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